Wednesday, January 18, 2006

Aliento


Viajando en el micro, no quería pensar en nada por miedo. Un bicho se le entraría a la oreja y le diría que estaba bien lo que había estado pensando, que sí, que era bueno. Y ella iba a suicidarse. El bicho le diría que no había que tener miedo.
Corría aquel sueño, que no tenía nombre por falta de ropa interior. Se estrellaba en la ventana. Entonces, recordaba a su madre con una tortera en la cabeza, cubriendo sus canas, su cáncer, su muerte avecinándose. Su madre huía con una tortera en la cabeza y una sonrisa de extraña, de secretaria de oficina, de caricatura de mujer, de traje de tela color entero y fogoso. Ella la seguía por unas escaleras endebles. La luz inexistente hacía el viaje inquietante. Era muy real (comentario a lugar, palabras extrañas).
Sentía el miedo y la ansiedad de cometer algún error y que, como cuando era niña, su mamá se diera la vuelta con cara de furia y le pellizcara el brazo, por encima del codo, abriendo los ojos como coños, y mascando los espacios entre sus dientes, haciendo rechinar las caries, el mal aliento. La única mujer que conocía y que tenía mal aliento; ni siquiera su abuela, ni siquiera ella tenía un aliento así, como el que tenía su madre cuando renegaba, que era el mismo aliento que tenía cuando la besaba y estaban las dos juntas, echadas en su cama y se querían tanto, y la luz era naranja y nunca hacía calor ni frío. Era el mismo aliento, sólo que al primero le tenía odio y rabia.
Ella debía seguir en el sueño a su madre, y cuando iban a pasar por un trecho demasiado oscuro, y las barandas de la escalera terminaban, ella se detuvo, esperó, pensó y escuchó sus pensamientos:
“No tienes que pasar, espera. Te debe estar mirando. Qué va a decir si te matas. Tú no quieres hacerlo, pero tal vez te tienta. Espera.”Y sentía ese vértigo en el pecho, como al acercarse al borde de un techo, que tiene una escenografía lejana, que se extiende hacia el fondo, no se puede ver nada más. La ansiedad volvía nula su atracción, no podía esperar para acercarse, pero no podían, tampoco, ser ella un testigo. No podía profanar la situación de esa manera. Era un hormigueo en el pecho… traqueteo de cadenas pendiendo, cascabeles en un sombrero ajeno.

Pasó las escaleras y cuando asentó el pie, la luz se intensificó. No había vacío. Su madre se convirtió en multitud.
El viaje continuaba y ella se daba cuenta que todos imitaban el sonido de los motores con las gargantas, y en sus mentes, usaban la garganta en sus mentes para hacer de motores, nadie hacía de viento, con la lengua y el hoyo de la boca, con los labios, danzando y volando los labios podían hacer de viento…

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Orinoca del silencio



Tierra de hombres multiuso, de mujeres ocho patas, tejedoras de mil camas.
Nace en un silencio propio de sí misma, de la pampa, en la que muere y se reproduce nocturna. En su penumbra de sexo auquénido, están los pequeños ruidos, que se hacen nombrar de a fragmentos, que configuran el Gran silencio de lago cercano.
Su gente respeta el eclipse de ruido que gobierna todo allá, ese vacío y descanso de ojos y orejas cerradas. Ellos también descansan, porque a las cuatro de la mañana tendrán que saltar de sus camas, armadas con lanas de ovejas y llamas. Dirán buenos días al día, y dirán ‘hermosa lluvia’, y se enjuagarán las caras de frío. Con los pies enadobados, arraigados a sus abarcas, caminarán distancias conocidas y medidas por la memoria. Con los pies de gárgolas pétreas, se levantarán para hacer su día de tierra, trabajo y sal.
Una tía recordará, mientras la luz permanezca dándole una cara de escucha, su vida enarbolada, que fue de las cacharpayas y los sikus al silencio, en el que vive ahora, en el que se aloja para vivir el pasado en el presente, durante todos los presentes que se le restan día tras día. Y pasará una pareja en bicicleta, y saludará a la tía con la mano y una venia de cabeza. Ellos la saludarán así porque la tienen en una idea, porque la saben sorda y vieja, porque es ‘la tía que ya es ancianita’, y porque la saben conocedora de los nombres de los padres de sus padres, que ellos ya no recuerdan.
Desde este lugar, hacedor de mitos, nacen los recuerdos congelados como el chuño. En la torre que se hace nombrar en la ausencia de nombres, se impregnan las voces del mudo que fue sacrificado. Los bolivianos, sólo los bolivianos, escuchan sus gritos multilingües en el espinazo. La Bolivia nace desde el paisaje inmenso y circular de esta pampa, para producir un cactus, para silenciar el llanto de las llantas de camión que se pinchan en el camino triste y de barquinazos.
La primera leche que toma la Bolivia es salada; el lago Poopó le da las tetas para alimentarla. Y con esta aridez de su madre aymara, la Bolivia crece con un temperamento áspero, agrio, cuerudo, poco entendible para los forasteros, para los que vienen y se creen dueños, para aquellos que se hacen llamar ‘señores’ y escupen a las llamas y les sacan el cuero por puro capricho.
De ahí también ha salido un Evo que, como la Bolivia, se ha alimentado de las tetas de las ovejas y las llamas que se pastan en el Poopó. Se ha criado entre escasas hierbas, entre escarchas y heladas, entre hambruna de pueblo campesino, en la comunidad con sus ancestros. Ese Evo se ha criado en su ayllu; la Bolivia era tal vez, por esas épocas su vecina, la imilla, la chiquita que miraba a sus ovejas, como su hermana, la Esther, que lo miraba sin predecir su futuro, con los ojos y los pulmones ahogados, a veces, por la tierra.
La Bolivia viajaba, llevaba su comida los lunes a su escuela, se quedaba toda la semana allí, se hacía cargo de su hermanito, se congelaba y quemaba las manos casi al mismo tiempo. ¿Era la Esther o la Bolivia? El Evo la miraba, sin predecir el polvo en sus ojos, sin saber que un día sería su dama, que todo el mundo desconocido lo sabría y que no le dejarían decirle ‘imillay’. Y, ¿qué diría el Evo si hubiera conocido el paisaje que pintaban las venas de los ojos irritados de la Bolivia, que con la Esther se hacía confundir y se confunde hasta ahora, y que lo miraba?
¿Qué hubiera dicho su padre si le hubiera visto los ojos a su hija, que con los mismos ojos le miraba al Evo, y que se hacía y se hace confundir con la Bolivia? ¿Qué hubiera dicho su padre si hubiera sabido leer en esos ojos de silencio espeso, de rigidez de adobe sobre adobe, de claridad, de color de tierra rojiza, como la que puebla todo el camino? No hubiera tenido palabras, claro. Hubiera poblado su mirada de silencio, y lo hubiera mirado a su hijo, con los ojos irritados, pero esta vez no por la tierra roja del camino, sino por la calidez indefinible del lago, que se le hubiera salido por los ojos, dejando un rastro blanco de sal al caer.
Se hubieran secado con el viento las gotas. Le hubiera dado una caricia de una calidez indefinible en la cabeza a su hijo, el Evo. Le hubiera tocado la cabeza, como pretendiendo decirle que habían muchas cosas que quería decirle, que estaban en su cabeza, pero que no podía pensarlas fuera. Como diciéndole: ‘Tú me entiendes, Evito, también eres de la Orinoca del silencio’. Y él le hubiera mirado, con los ojos firmes, esta vez, no irritados, felices. Le hubiera sonreído a su padre, y su padre le hubiera imaginado con esa sonrisa pegada en todas las puertas de su ayllu, muchos años después.

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Saturday, January 14, 2006

dolor no yaciente


El pápado izquierdo sostiene un abultamiento en el vértice. Se han sangrado solos los granos del cerro, se han sanado los hielos en calor, pero la tristeza oculta ha sido descubierta en violación. El sueño de anoche ha predicho una herida no cicatrizada por el tacto.
He palpado llagas y desnudez propia, inconu... desconocida a pesar de la cercanía a mi por toda la vida. Me han dolido las tetas, los muslos, la espalda, me han dolido como a vieja, como a madre, como a fantasma, como a muerto irreconocible, como a mártir de los perros, como a silencio destruido. Me he arrodillado para marcar un número que no había necesitado recordar hace mucho, y me he sentido caíble, rompible, violable. Me he sentado en la silla y he llorado hasta que el abultamiento en el vértice del ojo izquierdo me ha mirado con rabia de dolor. He vomitado todo el camino de pura rabia; cuando he llegado me he sentido más a salvo, pero no total. Falta que pase para estar a salvo, falta correr y cargar ochenta libros, falta dormir siete o nueve horas con la espalda partida para escapar, falta que se me devuelvan las muletas, los placeres, las satisfacciones, los placeres, los placeres. Me gusta que me besen en la espalda, me gusta que la toquen con las yemas de los dedos. Siento rico, me siento bien. Cuando acarician mi cuello estirado, tensionado como una cuerda que se desanuda, que decide vivir. Me gusta que me besen la boca, el vientre. Me gusta que me besen el vientre.
Ése me besó los pies y se ganó ser sólo recuerdo. No es poco, pero es casi nada cuando llega el peligro prohibido. Después sonrío y el peligro se va, porque el recuerdo había resultado ser potente, y las distancias temporales son efímeras. Falta que pasen ellas y llegue y suceda.

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Monday, January 02, 2006

Cercanía absoluta del Yaciente


Sus palabras, esos párpados, nudos de alfiler que pinchaban sin cabeza las manos ariscas a soportarlo. Como burbujas, salían flotando con su aliento y el humo que sus pulmones exhalaban; eran una advertencia sobre la calcinación de su alma paralizada en llamas. Los túneles de un cerro ocultaban algo que no se podía ver a velocidad, pero se sabía que las cenizas serían después. Las palabras se hacían vacío cuando cada que eran nombradas diluían en la coincidencia la perversidad. Los espacios que restaban al tiempo toda posibilidad de eternidad se descalabraban. El esqueleto del viento figureteaba entre los cuerpos nocturnos y mojados de campo. Él se iba a ir. Las calcinaciones se acercaban profundas a la piel de ella. Se sabía que las cenizas serían después.

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