Wednesday, January 18, 2006

Orinoca del silencio



Tierra de hombres multiuso, de mujeres ocho patas, tejedoras de mil camas.
Nace en un silencio propio de sí misma, de la pampa, en la que muere y se reproduce nocturna. En su penumbra de sexo auquénido, están los pequeños ruidos, que se hacen nombrar de a fragmentos, que configuran el Gran silencio de lago cercano.
Su gente respeta el eclipse de ruido que gobierna todo allá, ese vacío y descanso de ojos y orejas cerradas. Ellos también descansan, porque a las cuatro de la mañana tendrán que saltar de sus camas, armadas con lanas de ovejas y llamas. Dirán buenos días al día, y dirán ‘hermosa lluvia’, y se enjuagarán las caras de frío. Con los pies enadobados, arraigados a sus abarcas, caminarán distancias conocidas y medidas por la memoria. Con los pies de gárgolas pétreas, se levantarán para hacer su día de tierra, trabajo y sal.
Una tía recordará, mientras la luz permanezca dándole una cara de escucha, su vida enarbolada, que fue de las cacharpayas y los sikus al silencio, en el que vive ahora, en el que se aloja para vivir el pasado en el presente, durante todos los presentes que se le restan día tras día. Y pasará una pareja en bicicleta, y saludará a la tía con la mano y una venia de cabeza. Ellos la saludarán así porque la tienen en una idea, porque la saben sorda y vieja, porque es ‘la tía que ya es ancianita’, y porque la saben conocedora de los nombres de los padres de sus padres, que ellos ya no recuerdan.
Desde este lugar, hacedor de mitos, nacen los recuerdos congelados como el chuño. En la torre que se hace nombrar en la ausencia de nombres, se impregnan las voces del mudo que fue sacrificado. Los bolivianos, sólo los bolivianos, escuchan sus gritos multilingües en el espinazo. La Bolivia nace desde el paisaje inmenso y circular de esta pampa, para producir un cactus, para silenciar el llanto de las llantas de camión que se pinchan en el camino triste y de barquinazos.
La primera leche que toma la Bolivia es salada; el lago Poopó le da las tetas para alimentarla. Y con esta aridez de su madre aymara, la Bolivia crece con un temperamento áspero, agrio, cuerudo, poco entendible para los forasteros, para los que vienen y se creen dueños, para aquellos que se hacen llamar ‘señores’ y escupen a las llamas y les sacan el cuero por puro capricho.
De ahí también ha salido un Evo que, como la Bolivia, se ha alimentado de las tetas de las ovejas y las llamas que se pastan en el Poopó. Se ha criado entre escasas hierbas, entre escarchas y heladas, entre hambruna de pueblo campesino, en la comunidad con sus ancestros. Ese Evo se ha criado en su ayllu; la Bolivia era tal vez, por esas épocas su vecina, la imilla, la chiquita que miraba a sus ovejas, como su hermana, la Esther, que lo miraba sin predecir su futuro, con los ojos y los pulmones ahogados, a veces, por la tierra.
La Bolivia viajaba, llevaba su comida los lunes a su escuela, se quedaba toda la semana allí, se hacía cargo de su hermanito, se congelaba y quemaba las manos casi al mismo tiempo. ¿Era la Esther o la Bolivia? El Evo la miraba, sin predecir el polvo en sus ojos, sin saber que un día sería su dama, que todo el mundo desconocido lo sabría y que no le dejarían decirle ‘imillay’. Y, ¿qué diría el Evo si hubiera conocido el paisaje que pintaban las venas de los ojos irritados de la Bolivia, que con la Esther se hacía confundir y se confunde hasta ahora, y que lo miraba?
¿Qué hubiera dicho su padre si le hubiera visto los ojos a su hija, que con los mismos ojos le miraba al Evo, y que se hacía y se hace confundir con la Bolivia? ¿Qué hubiera dicho su padre si hubiera sabido leer en esos ojos de silencio espeso, de rigidez de adobe sobre adobe, de claridad, de color de tierra rojiza, como la que puebla todo el camino? No hubiera tenido palabras, claro. Hubiera poblado su mirada de silencio, y lo hubiera mirado a su hijo, con los ojos irritados, pero esta vez no por la tierra roja del camino, sino por la calidez indefinible del lago, que se le hubiera salido por los ojos, dejando un rastro blanco de sal al caer.
Se hubieran secado con el viento las gotas. Le hubiera dado una caricia de una calidez indefinible en la cabeza a su hijo, el Evo. Le hubiera tocado la cabeza, como pretendiendo decirle que habían muchas cosas que quería decirle, que estaban en su cabeza, pero que no podía pensarlas fuera. Como diciéndole: ‘Tú me entiendes, Evito, también eres de la Orinoca del silencio’. Y él le hubiera mirado, con los ojos firmes, esta vez, no irritados, felices. Le hubiera sonreído a su padre, y su padre le hubiera imaginado con esa sonrisa pegada en todas las puertas de su ayllu, muchos años después.

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